Lo que se me había anunciado el malvado Diocleciano, pronto se realizó. Perdiendo todas sus esperanzas de hacerme cumplir la promesa de mi padre, tomó la decisión de torturarme públicamente y el primer tormento era ser flagelada. Ordenó que me quitaran mis vestidos, que fuera atada a una columna en presencia de un gran número de hombres de la corte, me hizo que me latigaran con tal violencia, que mi cuerpo se bañó en sangre, y lucía como una sola herida abierta. El tirano pensando que me iba a desmayar y morir, me hizo arrastrar a la prisión para que muriera.
Dos ángeles brillantes, se me aparecieron en la
oscuridad y derramaron un bálsamo en mis heridas, restaurando en mí la fuerza que
no tenía antes de mi tortura.
Cuando el emperador fue informado del cambio que me
había ocurrido, me hizo llevar ante su presencia y trato de hacerme ver que mi
sanación se la debía a Júpiter, el cual deseaba que yo fuera la emperatriz de
Roma. El Espíritu Divino, al cual le debía la constancia en perseverar en la
pureza, me llenó de luz y conocimiento, y a todas las pruebas que daba de la
solidez de nuestra fe, ni el emperador ni su corte podían hallar respuesta.
Entonces el emperador, frenético, ordenó que me tiraran,
con un ancla atada al cuello en las aguas del río Tíber. La orden fue ejecutada
inmediatamente, pero Dios permitió que no sucediera. En el momento en el cual
iba a ser precipitada al río, dos ángeles vinieron en mi socorro, cortando la
soga que estaba atada al ancla, la cual fue a parar al fondo del río, y me
transportaron gentilmente a la orilla a la vista de la multitud. El milagro
logró que un gran número de espectadores se convirtieran al cristianismo.
El emperador, alegando que el milagro se debía a la
magia, me hizo arrastrar por las calles de Roma y ordenó que me fuera disparada
una lluvia de flechas. Sangre brotó de todas las partes de mi cuerpo y ordenó
que fuera llevada de nuevo a mi calabozo. El cielo me honró con un nuevo favor.
Entré en un dulce sueño y cuando desperté estaba totalmente curada. El tirano
lleno de rabia dijo: “Que sea traspasada con flechas afiladas.” Otra vez los
arqueros doblaron sus arcos, cogieron todas sus fuerzas, pero las flechas se
negaron a salir. El emperador estaba presente y se puso furioso y pensando que
la acción del fuego podía romper el encanto, ordenó que se pusieran a calentar
en el horno y que fueran dirigidas a mi corazón. Él fue obedecido, pero las
flechas, después de haber recorrido parte de la distancia, tomaron la dirección
contraria y regresaron a herir a aquellos que la habían tirado. Seis de los
arqueros murieron. Algunos de ellos renunciaron al paganismo y el pueblo empezó
a dar testimonio público del poder de Dios que me había protegido. Esto
enfureció al tirano y determinó apresurar mi muerte, ordenando que mi cabeza
fuera cortada con un hacha.
Entonces, mi alma voló hacia mi Divino Esposo, el
cual me puso la corona del martirio y la palma de la virginidad.
Quinto día de la novena 06 de agosto
No hay comentarios.:
Publicar un comentario