miércoles, julio 09, 2025

Sta. Veronica Giuliani y sus embates con el demonio 1/2


El diablo es una criatura de Dios, un ángel caído. Hay millones de demonios que, con el permiso de Dios, tientan a los hombres porque Dios lo permite. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que es un gran misterio que Dios permita la actividad diabólica, pero sabemos que «Dios lo permite todo para nuestro bien». Y San Agustín dijo: «Dios no permitiría males, sino que de esos mismos males sacaría más bien».

Dios permitió que el diablo intentara hacer sufrir a la Hermana Verónica, pero no le permitió que atacara la virtud de la castidad. Nos cuenta: «Un día estaba trabajando en la celda y de repente sentí un fuerte golpe en la espalda y, al mismo tiempo, tanto ruido en la celda que las hermanas vinieron a llamar a la puerta diciéndome que no hiciera tanto ruido. Pero me reí para mis adentros ante la gran locura del diablo; el dolor de espalda me duró mucho tiempo. Otro día me llamaron para llevar agua a la enfermería, adonde fui voluntariamente. Al encontrarme en lo alto de una escalera, recibí un empujón tan fuerte que corrí al pie de la misma con dos cántaros en las manos. Me dolía mucho el cuerpo, pero sin romper los cántaros, riéndome del diablo porque intentaba cansarme y con esto sus tonterías me animaban cada vez más».

El sacerdote del monasterio dice que un día Verónica fue muy atormentada por demonios con el permiso del Señor: «Le ordené por obediencia que los tormentos cesaran, y cesaron de inmediato». Se lo conté al padre Cappelletti y me contó que le había sucedido lo mismo otras veces. El padre Cappelletti aseguró una vez que los demonios le dieron golpes en todo el cuerpo, excepto en la cabeza, porque se lo habían prohibido en nombre de Dios.

Muchas veces, mientras escribía, de repente veía todas las páginas manchadas e inservibles. Eso fue lo que me pasó anoche: cuando quería terminar de escribir ciertas cosas, el cuaderno se ensuciaba tanto que no entendía ni una palabra, así que tenía que volver a escribirlo todo. Una noche, se me aparecieron dos leones horribles, rugiendo y aullando, rodeándome con la boca abierta y lenguas de fuego, advirtiendo a quienes fueran. Me armé de valor y les dije: «No huyan, cobardes, a la batalla, a la batalla, hagan conmigo lo que Dios les diga». Y diciendo esto, huyeron como el viento, dejando un hedor tan fuerte que me asfixió. 


 

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