lunes, junio 02, 2025

Fiesta de Santos Marcelino y Pedro 2 de junio (Anécdota de San Pedro martir)

                               

PEDRO PROMETE CURAR A LA HIJA DE SU CARCELERO

Como aún se conservan las actas del martirio de estos dos Santos, las seguiremos fielmente en esta narración.

Ambos siervos de Dios fueron encarcelados por orden del juez Sereno, y cargados de cadenas tan pesadas que les impedían todo movimiento. Fue confiada la custodia de la cárcel a un tal Artemio, quien tenía una hija única llamada Paulina, doncella muy amada de su padre, y muy atormentada y afligida del demonio. Como Artemio se lamentase continuamente de semejante desgracia, el exorcista Pedro aprovechó para decirle con ánimo de lograr su conversión:

— Escucha, Artemio, mis consejos, y cree en Jesucristo, Hijo único del Dios vivo y libertador de todos los que creen en Él; si así lo haces sinceramente, pronto curará tu hija.

— De tus palabras deduzco que estás loco y desvarías — respondió Artemio—. Ese Cristo, que tú tienes por Dios, no te puede librar a ti de la cárcel y de mis manos, y ¿dices que, creyendo yo en Él, librará a mi hija del demonio que la atormenta y le dará salud?

— Poderoso es el Señor para librarme de estas cadenas y de toda clase de tormentos; pero no quiere privarme de la corona que me tiene reservada, permitiéndome amorosamente que termine mi carrera entre torturas temporales, acrecentando así mi gloria eterna.

— Si quieres — añadió Artemio en tono zumbón— que yo crea en tu Dios, redoblaré tus cadenas, te encerraré solo en lo más profundo de la cárcel y aumentaré la guardia; si con eso libra tu Dios a ti y a mi hija, creeré en Él.

— Tu falta de fe — contestó Pedro sonriendo— será curada si cumples lo que acabas de decir.

— Prometo creer en tu Dios si te libra de las cadenas — dijo Artemio, aparentando seriedad.

— Ve, pues — añadió Pedro—, a aparejarme lugar en tu casa, porque en nombre de mi Señor Jesucristo iré a encontrarte en ella sin que nadie me acompañe y guíe, a pesar de todos los cerrojos y cadenas... Si entonces creyeres, será salva tu hija. Mas no te imagines que mi Dios obrará este prodigio para satisfacer tu caprichosa curiosidad, sino sólo para atestiguar la divinidad de mi Señor Jesucristo.

Meneaba Artemio la cabeza diciendo para sus adentros:

— No cabe duda de que los tormentos que ha sufrido este hombre le hacen

hablar con desatino.

Llegado a casa, después de haber tomado las antedichas prevenciones, el carcelero refirió con donaire a su mujer, Cándida, cuanto había ocurrido en la prisión, y ella con más cordura le replicó:

— Me maravilla que llames insensato y desconfíes tan a la ligera de un hombre que, en tales condiciones, te promete la curación de nuestra hija. ¿Tardará mucho en cumplirlo?

— Ha dicho que vendrá hoy mismo.

— Pues, si lo hace como prometió, no cabrá después dudar de la divinidad del Cristo a quien adora.

— Pero ¿también tú estás loca? — dijo el carcelero—. Aun cuando los dioses bajasen del cielo serían incapaces de libertarle, y el mismo Júpiter en persona se sentiría impotente.

— Pues está claro que, si como tú dices, ni el mismo Júpiter puede librarle, tanto más habrá que glorificar al Dios de ese hombre, si realiza ese prodigio.

Había llegado ya el sol a su ocaso y empezaban a brillar las primeras estrellas vespertinas, cuando, hallándose todavía dialogando sobre este asunto ambos esposos delante de su hija, se les presentó repentinamente Pedro vestido de blanco y con una cruz en la mano. Suspensos, atónitos quedaron por un momento Artemio y su mujer, por tan maravillosa aparición.

La estupefacción de Artemio y Cándida llegó a su colmo cuando vieron a su hija con salud. Echáronse entonces a los pies de nuestro bienaventurado, exclamando:

— Verdaderamente no hay más que un solo Dios verdadero, y Jesucristo es el único Señor.

A vista de estos prodigios, todos los que estaban en casa de Artemio creyeron en Dios y fueron bautizados.

A l propio tiempo, su hija Paulina se postró ante el siervo de Dios confesando al Señor, libre ya del demonio, que la dejó apenas vio la cruz, y huyó por los aires a la vez que gritaba furioso:

— La virtud de Cristo, ¡oh, Pedro!, que está en ti, me ha atado y echado del cuerpo virginal de Paulina.



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