En medio de
una visión en la que el dolor del cielo tocaba la tierra, Jesús comenzó a
hablarle con un amor profundo, pero también con un sufrimiento que atravesaba
su corazón. “Yo morí por ellos, fui azotado, escupido, clavado. Mi sangre
fue derramada como el precio más alto para rescatar sus almas. Y aun así se
pierden.”
Santa Brígida sintió en su interior el peso de esas palabras. No eran solo
frases. Eran gritos del amor ultrajado. El amor que se ofreció en la Cruz y que
hoy es olvidado por millones. Jesús le mostró entonces una escena
estremecedora. Multitud de almas precipitándose al abismo, como hojas secas
arrastradas por un vendaval. Algunas eran arrastradas con fuerza por sus
pecados graves, otras por la tibieza, la indiferencia o la negligencia de no
haber hecho el bien cuando podían.
Pero en medio de esa oscuridad, el señor le hizo ver un solo rayo de luz,
una oración nacida del amor, dicha con fe, que se elevaba como una llama
encendida entre la niebla: “Una sola oración, dicha con todo el corazón”,
dijo Jesús, “puede detener al pecador, puede levantar al alma caída,
puede cambiar el destino de quien se aleja. Pero pocos oran, pocos reparan,
pocos interceden.”
“La intercesión”, explicó el señor a Brígida, “es una de las armas
más ignoradas del combate espiritual. Muchos piensan que ya no tiene valor, que
no hace diferencia. Pero para Cristo, cada oración ofrecida con amor, cada acto
de reparación ofrecido, es como una gota de su sangre cayendo sobre una herida
abierta del alma del prójimo.”
Entonces, como si abriera el velo del tiempo, Jesús le permitió ver el
efecto real que una oración sincera puede tener. Santa Brígida relata con
detalle en sus revelaciones, como en una visión mística, Jesús le mostró el
alma de un hombre que estaba a punto de morir en pecado mortal. Este hombre,
ajeno a todo lo Divino, había vivido en el pecado y en la indiferencia durante
años. Sus ángeles se retiraban con tristeza mientras los demonios se acercaban
para tomar posesión de su alma. Pero en ese mismo instante, en un convento
lejano, una monja anónima ofrecía una oración humilde por los pecadores moribundos.
No conocía a ese hombre, no sabía su historia, pero su oración, inspirada por
Dios, se elevó con fuerza al cielo. Y entonces ocurrió lo impensado, Jesús se
volvió hacia su padre y dijo: “por esta oración, dale una chispa de luz,
un último instante de contrición”. Y así fue. El hombre, en los
segundos finales de su vida, sintió un profundo arrepentimiento y con un
suspiro postrero alcanzó la misericordia. Su alma fue arrebatada de las garras
del infierno por una sola oración. Santa Brígida quedó asombrada y Jesús le
dijo: “Si las almas supieran el valor de una sola oración hecha con fe,
no dejarían de orar ni un solo día.”
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