La amantísima Virgen y Madre
subió de la tierra a los Cielos para unirse a su Hijo en un amor inefable. El
amor es virtud unitiva y nadie amó más a Jesús como Ella.
Dogma de Fe
Después de una vida marcada por
la Cruz de su Hijo Divino, llegó la hora de la alegría y el triunfo. Por
singular privilegio, la Santa Madre de Dios subía a los Cielos en cuerpo y
alma. Con la constitución apostólica Munificentissimus Deus, el Papa Pío
XII el 1 de noviembre de 1950 definió este dogma de fe.
Pio XII, en la fórmula dogmática
del documento no define si Nuestra Señora murió o no, o sea, si fue elevada al
Cielo después de haber resucitado, o si fue trasladada en cuerpo y alma al
Cielo sin pasar por el trance de la muerte.
De una manera u otra, lo que la
tradición cristiana y los Padres de la Iglesia garantizan es que el sagrado
cuerpo de la Santísima Madre no sufrió la corrupción del sepulcro. El
Tabernáculo bendito del Verbo Divino no fue reducido a polvo.
Sor María de Jesús de Ágreda
en su libro "Vida de la Virgen María" relata:
Corriendo el curso de los tres
últimos años de la vida de nuestra Señora, ordenó el Poder Divino con una
oculta y suave fuerza, que todo el resto de la naturaleza comenzara a sentir el
llanto y prevenir el luto para la muerte de la que con su vida daba hermosura y
perfección a todo lo criado. Los Apóstoles, aunque estaban derramados por el
mundo, comenzaron a sentir un nuevo cuidado que les llevaba la atención, con
recelos de cuándo les faltaría su Maestra; porque ya que, suponían por inspiración
Divina, no se podía dilatar mucho este plazo inevitable. Los otros fieles
moradores de Jerusalén y vecinos de Palestina reconocían en sí mismos como un secreto
aviso de que su tesoro y alegría no sería para largo tiempo.
Pocos días antes del tránsito de
la Divina Madre concurrieron a ella innumerables avecillas, postrando sus
cabecitas y picos por el suelo, y rompiendo sus pechos con gemidos, como quien
dolorosamente se despedían para siempre.
La mayor maravilla que sucedió en
el general sentimiento y mudanza de todas las criaturas fue, que por seis meses
antes de la muerte de María, el sol, luna y estrellas dieron menos luz que
hasta entonces habían dado a los mortales, y el día del dichoso tránsito se eclipsaron
como sucedió en la muerte del Redentor del mundo. Y aunque muchos hombres
sabios y advertidos notaron estas novedades y mudanza en los orbes celestiales,
todos ignoraban la causa, y sólo pudieron admirarse, pero no los Apóstoles y
discípulos que asistieron a su dulcísima y feliz muerte.
Acercábase ya el día determinado
por la Divina Voluntad en que la verdadera y viva Arca del Testamento había de
ser colocada en el templo de la celestial Jerusalén con mayor gloria y júbilo. Y
tres días antes del tránsito felicísimo de la gran Señora se hallaron
congregados los Apóstoles y discípulos en Jerusalén y fueron todos con San
Pedro al oratorio de la Reina, y halláronla de rodillas sobre una tarimilla que
tenía para reclinarse cuando descansaba.
La disposición natural de su
sagrado y virginal cuerpo y rostro era la misma que tuvo de treinta y tres
años; porque desde aquella edad nunca hizo mudanza del natural estado, ni
sintió los efectos de los años, ni de la senectud ó vejez, ni tuvo rugas en el
rostro ni en el
cuerpo, ni se le puso más débil,
flaco y magro, como sucede á los demás hijos de Adán, que con la vejez
desfallecen y se desfiguran de lo que fueron en la juventud y edad perfecta. La
inmutabilidad en esto fue privilegio único de María, así porque correspondiera a la estabilidad de su alma
purísima, como porque en ella fue correspondiente y consiguiente a la inmunidad
que tuvo de la primera culpa de Adán, cuyos efectos en cuanto a esto no alcanzaron
a su cuerpo ni a su alma.
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