EL celo apostólico de Cafasso era como un fuego que todo lo consumía; no contento con los estrechos límites de la iglesia y del Convictorio de San Francisco de Asís, buscó más dilatado horizonte y se extendió muy pronto por toda la ciudad: sus diarias visitas a los enfermos dulcificaban sus padecimientos; alejaba de ellos el temor de la muerte y muchas veces llegaba hasta infundirles deseo de morir, haciendo penetrar en su alma un rayo de la esperanza celestial de que se hallaba poseído tanto su espíritu como su palabra.
Cuando la conversión de un enfermo parecía desesperada bastaba acudir a Cafasso y se podía tener la seguridad de que el demonio seria vencido.
Lejos de solicitar recursos, a veces los rehusaba, suplicando a las personas caritativas que los distribuyeran ellas mismas. Sin embargo, los pobres le asaltaban tanto en su casa como en la calle y, con frecuencia, él mismo subía a las buhardillas para dejar en manos de los necesitados el alivio de sus limosnas.
El campo privilegiado que mas frecuentemente recibió la lluvia benénéfica de sus sudores y de su caridad fueron las cárceles. Se hizo miembro de los Cofrades de la Misericordia para ejercer su apostolado con los presos, especialmente con los condenados a muerte, y le cupo el consuelo de que sobre sesenta y ocho asistidos por él en el trance del último suplicio, ni uno solo murió impenitente. Le parecía tan meritoria la aceptación voluntaria de la muerte, que obtuvo de Roma una idulgcncia plenaria que puede ganar de antemano para esta hora, concedida al rezo de una fórmula de aceptación de la muerte; este favor, que al principio se restringió a un número limitado de personas, la extendió Pío X a todos los fieles del universo.
Cuando algún desgraciado era condenado a muerte, José Cafasso reivindicaba para sí el privilegio de asistirle, y lograba siempre excitar en el alma del pecador sentimientos de arrepentimiento, de resignación y, a veces, hasta de alegría, presentándole el paraíso que pronto se le abriría por la fuerza de la humillación y del dolor que precedían al suplicio.
El verdugo mismo decía: «Con don José Cafasso al lado, la muerte ya no es muerte, sino triunfo.»
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