Soy el mínimo
de todos los Apóstoles e indigno de ser llamado apóstol. porque perseguí a la
Iglesia de Dios». Eso dice el mismo San Pablo, en la primera epístola que
escribió a los Corintios (15:9)
Pero con tener
tan baja opinión de sí, reconocía y publicaba a voz en grito cuanto en él había
obrado la gracia: «Por la gracia de Dios — añade— soy lo que soy, y su gracia
no ha sido estéril en mí; antes he trabajado más copiosamente que todos: pero
no yo, sino la gracia de Dios conmigo».
San Pablo
estaba dotado de superior ingenio y era de ánimo esforzado. Dióle el Señor un
corazón ardiente, capaz de emprender cualquier cosa para lograr el triunfo de
sus ideas, y un temple recio y varonil. Una vez entregado a Jesucristo después
de convertido, merced al ardor y fecundidad de su ministerio, a sus incesantes
correrías, y a sus luchas, adversidades y trabajos en medio de la gentilidad,
mereció el dictado de «Apóstol de las gentes», y es el «Apóstol» por
antonomasia.
Escribió catorce
epístolas admirables. Parecen estar escritas casi todas ellas al dictado de las
circunstancias, ya para tratar materias particulares, destruir errores o
resolver dificultades, ya para confirmar a los fieles en las buenas
disposiciones que él sabía que tenían. Algunas de ellas son especialmente
doctrinales; otras, en cambio, morales.
En todas ellas
se echa de ver el estilo enérgico, vivo y ardiente, junto a una poderosa fuerza
que arrastra, y arrebatos tan sublimes, tal riqueza de ideas y variedad de
sentimientos, que es cosa de maravillar. No parece cuidar el estilo. De
ordinario solía dictar sus cartas, y al leerlas se descubre que el pensamiento se
adelantaba a la pluma del escribiente. De aquí viene el truncado sesgo de la frase
que tanto disgustaba al orador Agustín antes de convertirse. Hablando de estas
epístolas, San Jerónimo dice: «Cuando Ieo los escritos del apóstol San Pablo, me
parece que oigo truenos y no palabras»
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