Tres personas hasta el año 1833,
han merecido de Santa Filomena, haber recibido algunas luces acerca de su vida
y martirio. Personas de conocida virtud que no se conocían entre sí, aunque acordes
en la sustancia de los hechos cuyas deposiciones se conservan en el archivo de
la Iglesia de Mugnano, pueblo poco distante de Nápoles. Siendo uno de ellos,
una religiosa de un convento, alma de extraordinaria y probada virtud y
devotísima de Santa Filomena. Su fervor le concedió los favores de la Santa, de
quien era visitada frecuentemente, y aunque por su mucha humildad y
desconfianza que de sí misma tenía, no fuese todo eso, mera ilusión o engaño
del enemigo, temor ordinario de las almas buenas, sus directores espirituales
aquietaron su espíritu y le mandaron que pidiese a la Santa algunas noticias
acerca de su vida, y especialmente de sus martirios. Obedeció la religiosa y le
pidió esta gracias repetidas veces, con gran deseo de que se aumentase su
devoción y culto.
La Venerable Madre María Luisa de Jesús quien murió
en olor de santidad. (Estas revelaciones han recibido el Imprimátur de la Santa
Sede dando testimonio de que no hay nada contrario a la fe. La Iglesia no ha
hecho ningún otro pronunciamiento y no garantiza la autenticidad de las
supuestas revelaciones. La Santa Sede dio la autorización para la propagación
de estas el 21 de diciembre de 1883.) oye una voz que salía de una
imagen de la Santa, que le dijo:
Yo soy hija de un rey de la
Grecia y mi madre era también de sangre real, pero no tenían sucesión. Por lo
cual hacían continuos sacrificios y dirigían súplicas a sus falsos dioses.
Vivía con nosotros un médico romano llamado Publio, el cual compadeciéndose de
la sequedad y aflicción de mis padres y movido del Espíritu Santo, se animó a
hablarles de nuestra fe y les prometió el deseado fruto si recibían el santo
bautismo. La Gracia iluminó entonces sus entendimientos, sus corazones se
hicieron cristianos y poco después mi madre, aunque estéril, concibió y yo nací
el día 10 de enero y fui llamada Lumena, por haber sido concebida
y nacida en la luz de la fe. Más cuando fui bautizada, me llamaron Filumena o
hija de la luz que recibí en mi alma con la gracia de un santo bautismo y por
esto cuando en Lugano se escribió mi historia, interpretaron así por celestial
inspiración la lápida de mi sepulcro, infundiendo el cielo, este pensamiento en
la mente del escritor sin entenderlo él, como lo sabían los que escribieron la
inscripción en mi sepulcro en Roma.
Grande era el afecto y ternura
con que me amaba en mis parientes, especialmente mi madre, mi padre, el cual ni
una hora podía estar sin mí. Y por este motivo me llevó a Roma teniendo 13
años, y también a mi madre con ocasión de la guerra que injustamente le habían
declarado el orgulloso Diocleciano. Pidió audiencia al tirano y cuando la tuvo,
nos llevó al Palacio. Defendió ardientemente delante de él sus derechos y
mostró la injusticia de las guerras y mientras estaba hablando, me miraba el
emperador con extraordinaria atención e interés. Al fin interrumpió el discurso
de mi padre diciéndole: “No os afanéis más. Todas vuestras angustias se han
acabado consolaos y contad con todas las fuerzas del imperio en vuestra
defensa, si consiste en una sola condición y es darme a vuestra hija Filomena
por esposa.” Aceptaron la propuesta a mis padres nos retiramos y empezaron a
persuadirme admitirse admitiese una fortuna tan grande como la de ser
emperatriz de Roma. Yo deseché la oferta sin titubear, diciendo que desde la
edad de 11 años estaba consagrada a Jesucristo Nuestro Señor, con voto de
virginidad perpetua. Mi padre intentaba disuadirme diciéndome que siendo niña e
hija menor no había podido disponer de mí y con gran cólera y autoridad me
instaba a que aceptase las bodas. Pero mi divino esposo me dio fortaleza para
negarme resueltamente. Muy indeciso se halló mi padre con mi absoluta negativa,
lo cual el emperador juzgó ser un pretexto de mala fe y excusa engañosa y para
asegurarse, dijo: “Trae a mi presencia a la Princesa Filomena y yo veré si
puedo reducirla.” Volvió a casa, comenzaron de nuevo a las persuasiones y
después de caricias y amenazas, viéndome en repugancia se arrodillo con mi
madre llorando y los dos decían: “Hija, ten piedad de tus padres, ten piedad de
la patria y del Reino. A lo cual respondí: “Mas, estimo Dios y a mi virginidad.
Mi reino y mi patria es el cielo.”
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